Vocación a la vida monástica

Desde los primeros siglos de la Iglesia ha habido hombres y mujeres que se han sentido llamados a imitar la condición de siervo del Verbo encarnado y han seguido sus huellas viviendo de modo específico y radical, en la profesión monástica, las exigencias derivadas de la participación bautismal en el misterio pascual de su muerte y resurrección. Con el propósito de transfigurar el mundo y la vida en espera de la definitiva visión del rostro de Dios, el monacato oriental da la prioridad a la conversión, la renuncia de sí mismo y la compunción del corazón a la búsqueda de la esichia, es decir, de la paz interior, y a la oración incesante, al ayuno y las vigilias, al combate espiritual y al silencio, a la alegría pascual por la presencia del Señor y por la espera de su venida definitiva, al ofrecimiento de sí mismo y de los propios bienes, vivido en la santa comunión del cenobio o en la soledad eremítica.

Occidente ha practicado también desde los primeros siglos de la Iglesia la vida monástica y ha conocido su gran variedad de expresiones tanto en el ámbito cenobítico como en el eremítico. En su forma actual, inspirada principalmente en san Benito, el monacato occidental es heredero de tantos hombres y mujeres que, dejando la vida según el mundo, buscaron a Dios y se dedicaron a El, «no anteponiendo nada al amor de Cristo». Los monjes de hoy también se esfuerzan en conciliar armónicamente la vida interior y el trabajo en el compromiso evangélico por la conversión de las costumbres, la obediencia, la estabilidad y la asidua dedicación a la meditación de la Palabra (lectio divina), la celebración de la liturgia y la oración. Los monasterios han sido y siguen siendo, en el corazón de la Iglesia y del mundo, un signo elocuente de comunión, un lugar acogedor para quienes buscan a Dios y las cosas del espíritu, escuelas de fe y verdaderos laboratorios de estudio, de dialogo y de cultura para la edificación de la vida eclesial y de la misma ciudad terrena, en espera de aquella celestial (PP. San Juan Pablo II Exhortación apostólica Vita consecrata nº6).